Relatos mágicos

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Este es un relato de Rafa, uno de los moderadores de , un relato que vale la pena ser leído por todo mago.

Por fín ha llegado el día. La Cena de Empresa.

Al llegar al restaurante (elegido, como no, por el jefe) os habéis saludado efusivamente. ¡Como si no os viérias todos los días durante ocho horas! Naturalmente, has aprovechado para pedirle a la contable (que se casó un par de meses antes) que te enseñe la alianza, mientras la volvías a felicitar por su reciente enlace. Has quedado satisfecho. Esa alianza la haces desaparecer en un suspiro.

Os sentáis y pedís. Tú pides sopa. Los demás, la especialidad de la casa: paella de bogavante. Y no es que la sopa te entusiasme. De hecho, la paella tiene una pinta de lujo. Pero llevas dos meses preparando tu rutina de doblar cucharas con la mente (también conocida como «muérete de envidia, Uri Geller»). A veces hay que hacer sacrificios. (*)

Os traen los platos. A ellos, sus estupendas paellas. A ti, una sopa clara de aspecto poco apetitoso. La pruebas, e inmediatamente le pides a la secretaria de dirección, que está sentada a tu derecha, que te pase la sal. No es que esté sosa. De hecho, está un pelín salada. Pero claro, tienes que comprobar que el salero sea adecuado para hacer el juego del «salero a través de la mesa» (la última vez se abrió y te dejó los pantalones hechos unos zorros).

Mientras terminas de echarte sal (y de examinar el salero, de paso) te das cuenta de que el jefe de departamento te ha preguntado algo. Has reconocido la palabra «niños». Esperando que se refiera a tus hijos, y no a los que pasan hambre en estas fechas, dices: «Son unos gamberretes.» El hombre sonríe y asiente. O has acertado o le gusta ver que hay alguien tan despiadado como él.

Te acabas como puedes tu salada sopa mientras los demás disfrutan de su paella, y te planteas cómo sacar el tema. El ¿os acordáis del programa de Iñigo? no ha servido. El 90 % de tus compañeros son de tu edad o más jóvenes, y el resto no te han hecho ni caso.

Entonces el camarero llega para preguntar si os apetece repetir. El resto de la gente acepta entusiasmada. Tú estás a punto de decir que no, pero claro, si se llevan la cuchara, se acabó. Así que también aceptas la oferta.

Te traen la sopa, y antes de que puedas evitarlo, la secretaria de dirección (esa chica, siempre tan amable) coge el salero y sazona generosamente tu plato con un «no te olvides de la sal.» En esos momentos tu sopa es algo realmente incomible. Y el resto, poniéndose hasta arriba de paella con bogavantes.

A la hora del segundo plato (finalmente has renunciado a la cuchara) tu estómago ha empezado a quejarse furiosamente del maltrato al que le estabas sometiendo, así que pides un pescado a la plancha. Los demás se decantan por unanimidad por el solomillo.

«¿No bebes vino?», te pregunta el de recursos humanos. Tú, por supuesto, recordando el desastre de la última vez que hiciste magia con dos copas de más, sólo has bebido agua. «Es que luego tengo que conducir», dices, saliendo del paso.

La cena avanza. Y tú sabes (porque te lo han repetido hasta la saciedad) que no hay que hacer magia a menos que te lo pidan. Así que buscas cualquier posibilidad. ¡Ya está! Sacar el tema de las aficiones. Sabes que el jefe de departamento es aficionado a la filatelia, así que le preguntas: «¿Bueno, y qué tal el tema de los sellos?».

«¿Cómo es posible pasarse 30 minutos hablando de sellos?», te preguntas un buen rato después, ya a los cafés, sin pensar en ese momento en el debate de 3 horas con tus compañeros de la Sociedad Mágica sobre el peso adecuado de un cubilete del lunes anterior. Y encima el muy capullo no ha hecho comentario alguno sobre tu afición a la Magia. ¡Que mira que el tío lo sabe! Y la cena se acaba…

Desesperado, diriges tu mano hacia el bolsillo mientras dices «habrá que ir pensando en pagar». Por supuesto, tu intención es sacar primero la baraja «por error». Pero el jefe te detiene cuando tu mano apenas ha empezado a subir. «De eso nada. Paga la empresa.» ¡Maldita sea! ¡Ya podrían dejar de racanear en los sueldos y no invitar a una sopa salada y un pescado insípido! Tu cerebro va a mil por hora. «Habrá que dejar propina», dices mientras piensas en las monedas de medio dolar que vas a sacar «por casualidad». «Está todo pensado.» Te vuelve a interrumpir el jefe.

No sabes que hacer. En tu cerebro se empiezan a dibujar escenarios absurdos, como que acabados los cafés alguien proponga una partida de póker, lo que te permitiría sacar la baraja diciendo alguna chorrada como «¡ah, como soy mago, ya sabéis, siempre llevo una baraja!» Prefieres no pensar en esos momentos en los conejos de gomaespuma que llevas en el bolsillo derecho de la chaqueta.

Más tarde, al llegar a casa, tu mujer te pregunta: «¿Qué tal la cena?» Tu respuesta no se hace esperar: «¡UN ASCO!»

Lo peor, sin embargo, es cuando, al lunes siguiente, el jefe de departamento te llama a su despacho: «Macho, me dejaste en mal lugar, que lo sepas. El jefe, sobre todo, se quedó muy decepcionado. Yo que le había dicho a todo el mundo que eras mago, y no te dignaste a hacer ni un jueguecito. Pues que sepas que todos lo estaban esperando. No creo que te convenga ir por ahí con esos aires de estrella.»

FIN

Nota: Esta historia es ficticia. Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia. ¿O no?

(*) Nota para profanos: Uri Geller NO tiene poderes.

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