El mago
“En algún lugar del alma se extienden los desiertos
de la pérdida, del dolor fermentado; oscuros páramos
agazapados tras los parajes de los días»
SEALTIEL ALATRISTE
SU ROSTRO CONTEMPLABA la ciudad desde las vallas publicitarias. “Sebastian Hanussen II, el mejor mago de todos los tiempos», clamaba la propaganda. Anochecía. Una multitud de curiosos merodeaba por los alrededores del Teatro Nogarol, calándose bajo una lluvia helada de un diciembre eterno, sosteniendo la mirada de los guardias de seguridad, figuras siniestras de uniforme engendrando una violencia contenida, violencia del que tiene que trabajar mientras los demás descansan, vigilando desde el desprecio, la provocación y la furia, en una navidad poblada de guirnaldas de bombillas y adornos repetidos, luces que se encienden y se apagan decorando los grises edificios de oficinas y los pequeños comercios.
Sobre la alfombra roja del teatro, bajo una inmensa marquesina de aluminio y neón, la alta sociedad charla animadamente, con fingida alegría, comentando anécdotas del hipódromo, negocios fraudulentos y rumores de divorcios. Cantantes de moda, actrices de televisión, famosos sin mérito, intelectuales, políticos en plena campaña electoral y, sobre todo, nuevos ricos, hombres bronceados con sobrepeso, ungidos por los tentáculos de la vulgaridad, luciendo esposa nueva –la primera regla del manual del éxito–, modelos frustradas desfilando ante las cámaras de televisión y los fotógrafos que disparan repetidamente detrás de sus teleobjetivos y del cordón de seguridad, una lluvia de flashes que distorsiona la verdadera lluvia, la que moja las calles, mujeres sometidas a la tiranía de la perfección y de la moda, cuerpos cultivados para el placer intentando enamorar a las cámaras sin conseguirlo, esponjas de ambición luciendo trajes de noche ceñidos, marcando las formas, montañas rusas sobre la piel caliente y la tela fría, senos enclaustrados en escotes abismales que no sugieren nada, enseñan, sin dejar una puerta abierta al descubrimiento, los hombros desnudos, perfume francés, abrigos de visón y tacones de aguja.
En el interior del teatro, una lámpara de araña del siglo diecinueve, de trescientos cincuenta kilogramos de cristal tallado alemán y estructura de bronce armenio, cuelga de la enorme cúpula decorada con frescos modernistas. Palcos separados por gruesas cortinas de paño rojo, acomodadores universitarios de sonrisa fenicia y dientes inmaculados y butacas recién tapizadas. Un murmullo monocorde flota en una atmósfera de impaciencia. Todo el mundo espera la llegada de Sebastian Hanussen II, del que, en realidad, se sabe muy poco. Descendiente de seis generaciones de magos ”“entre ellos, su tío, Jan Eric Hanussen, que pasó a la historia como el vidente de los nazis y astrólogo personal de Hitler””viene precedido por un halo de misterio y una fama internacional. Su espectáculo batía todos los records. Las entradas se vendían con seis meses de antelación, a un precio desorbitado, y había que encomendarse a la suerte o a los contactos para conseguirlas. Poseedor de una capacidad innata para deslumbrar, Sebastian Hanussen II había revolucionado el mundo de la magia, inventando un repertorio amplio y fascinante, eclipsando al resto de la profesión, que le odiaba profundamente y barruntaba la posibilidad de un cambio de oficio; a su lado, parecían niños sacando palomas de sombreros con doble fondo en una fiesta de fin de curso. Cuatro años consecutivos cosechando éxitos en los cinco continentes lo demostraban. Portada en los mejores semanarios y hombre del año en infinidad de países. Cientos de páginas web especulaban con su vida. No concedía entrevistas y sus apariciones públicas podían contarse con los dedos de una mano. Entre sus fobias de estrella, destacaba la de alquilar todas las habitaciones del hotel donde se alojaba cuya cifra terminase en siete. Vivía recluido en un castillo fortificado en los Urales, su color favorito era el púrpura, tenía una placa de titanio en la cabeza debido a un accidente de juventud (y se decía que con ella captaba las ondas hertzianas del pasado y le ayudaba a canalizar sus adivinaciones) y su novela preferida era “Viaje al centro de la tierra» de Julio Verne. Medía un metro ochenta y cuatro centímetros, coleccionaba cordones de zapatos y sufría una extraña enfermedad de las aves que le provocaba ataques incontrolados de fiebre y tristeza. Su espectáculo incluía espiritismo, hipnosis, escapismo, mentalismo y, por supuesto, desapariciones de personas y objetos, una fórmula magistral con la que había cautivado a millones de espectadores.
Un extraño hormigueo y una explosión de adrenalina se apodera del teatro en el momento en que Sebastian Hanussen II aparece por el lugar más inesperado, caminando sobre la alfombra del pasillo central con el sigilo que da la naturalidad. Aplausos espontáneos y murmullos de admiración. Sube al escenario de un salto, con la agilidad del depredador, y pide silencio. Su voz es profunda, de bronce y días amargos, y su pelo, cortado a navaja, prematuramente encanecido y peinado hacia un lado, le da un aspecto elegante, de serena majestuosidad. Odia el tiempo y por eso antes de empezar el espectáculo detiene todos los relojes del público; es su sello de identidad. Los relojes dejan de funcionar, por inverosímil que parezca. Tiene ojos color antimonio, de un azul tan claro que parece fundirse con el globo ocular, ojos de ciego que reniega de la luz, y lleva un anillo masónico de una logia desconocida en su mano izquierda. Viste pantalón y camisa negra, pulcramente planchada, y mira desde una seguridad que atemoriza. La piedra angular de su espectáculo son las desapariciones, el arte de hacer desaparecer personas o cosas. Los voluntarios entrevistados ignoran cuál es el truco, dudan realmente de la existencia del mismo, asumen el milagro y aseguran desvanecerse en el aire y reaparecer. “Es una sensación de vacío, de flotar en un mar en calma. Juro sobre la tumba de mis antepasados que me esfumé». Y así es, se desintegran sobre el escenario, al igual que todo tipo de objetos: pianos de cola, caballos, coches de policía, jirafas, confesionarios…así hasta los límites de la imaginación. Desaparecen.
La improvisación es uno de los pilares de un espectáculo versátil y camaleónico. Señala a un sufrido espectador, aleatoriamente, su dedo índice arremete contra una figura apocada y nerviosa, y adivina lo que lleva en el bolsillo con una exactitud diabólica: “Un diente de leche de su primer hijo, una pluma estilográfica atascada y una esquela mortuoria de una vecina». De haber nacido en la Edad Media sin duda hubiera acabado sus días en una hoguera. Más tarde, se concentra, sumido en un trace mediúmnico, y toma contacto con el más allá, entablando conversaciones con los muertos y comunicando mensajes a desconocidos. “La señora del traje blanco y el pelo cobrizo. Sí, usted. Su madre desde el más allá le pide que bautice a su primer hijo con el nombre de su abuelo….Simón, ¿verdad?». Y la señora se queda pálida, sin respiración, desorientada, estallando en un llanto de incredulidad y agradecimiento, para posteriormente recuperarse y aplaudir con los ojos cubiertos de lágrimas.
El clímax de la noche no tiene que ver propiamente con el espectáculo. Sebastian Hanussen II permanece un instante en silencio, en mitad de un número de hipnosis, en una regresión hasta la adolescencia de una condesa octogenaria de sombrero ridículo, y dice muy serio: “Un momento, no se asusten. A continuación vamos a asistir a un pequeño temblor de tierra sin consecuencias que nada tiene que ver con el espectáculo. Repito, no se asusten: pasará pronto. Pero no forma parte del espectáculo. Es cosa de la naturaleza». Nada más terminar, todavía con la última sílaba resonando en sus oídos y la condesa octogenaria jugando a médicos con un mayordomo imaginario, ajena al desarrollo de las cosas, la lámpara de araña comienza a agitarse poderosamente; las lágrimas de cristal tallado alemán tintinean entre sí, formando un delirio de sombras chinescas y reflejos cegadores, definiendo el signo de la cruz. Tan sólo dura dos segundos, pero el pánico se apodera de la multitud que, empujándose sin pudor, olvidando la escasa educación que ha recibido, intenta salir del teatro. El mago pide calma –su voz es un balneario de aguas termales””y el miedo se disipa poco a poco, como una niebla ligera empujada por el viento, restaurando la armonía anterior al cataclismo y dando paso a la admiración más sincera; su leyendario particular acaba de incluir una pieza más. Se sienten seguros cerca del mago, que despierta una emoción dormida en la noche de los tiempos.
Tras varias desapariciones de personas y objetos singulares, con el público extasiado, rendido a sus pies, concluye su actuación preguntado al azar:“¿La palabra que está usted pensando es asombro? ¿Es en referencia a mí? Muchas gracias». Y se aleja del escenario sin mirar atrás, hacia su camerino, en medio de un aplauso general, unánime, ensordecedor.
La limusina negra se detiene antes de llegar al hotel, en las cercanías del puerto, y Sebastian Hanussen II le entrega una buena propina al chófer y le pide que continúe. Ha cambiado su atuendo por un viejo chaquetón militar, un pantalón de pana gastado, botas de trabajo y un gorro de lana negra, un buen disfraz para pasar desapercibido. Camina con las manos en los bolsillos y los hombros ligeramente alzados. El mar se intuye en la noche cerrada. Tres enormes grúas balancean sus brazos en el astillero. Se adentra en las callejuelas paralelas al puerto, un entramado de pasillos angostos y oscuros regados por aguas fecales donde prostitutas tristes ofrecen su mercancía. El zumbido de un transformador de la luz y el canto de un borracho ejercen de banda sonora de un mundo sórdido y real. Busca un bar y lo encuentra. Es un local de techos bajos, sucio, húmedo y mal iluminado; barriles de cerveza y cajas de botellas vacías se encuentran hacinados en un largo pasillo cubierto por una pátina de mugre. Un camarero con aspecto de filósofo seca una pila de vasos con un delantal verde. Fumadores de hachís y marineros curtidos a golpe de mar revuelto, bebiendo en silencio para amortiguar la caída, en una decena de mesas esparcidas a la deriva, acostumbrados a cargar de sol a sol pesados atunes con un garfio, portadores del bacilo de la soledad, del estigma de la mala suerte, capaces de coger una insolación en plena noche, apoyados en los codos, pensativos, mascando hebras del pasado y buscando las coordenadas de un dolor no cicatrizado. Mirándoles a la cara uno lee el pentagrama de todas sus desgracias. Pide una botella de vodka, la paga y se acomoda junto a la pared. Hace apenas una hora, todo un teatro se ponía en pie y le aclamaba, pero esto le parece más real. Piensa en detalles difíciles de definir: la textura de una caricia, la luz de unos ojos tristes.
Cinco vasos más tarde, se adentra en el remolino.
Sebastian Hanussen II extrae de su cartera un retrato de mujer, lo besa y se sirve otra dosis de oro blanco, afligido, tremendamente solo, como la última bala de la recámara, envenenándose para olvidar, perdido en el andén de la memoria, en una ciudad prestada y en una navidad extraña, sabedor de que tan sólo es un mago atormentado y egocéntrico capaz de hacer desaparecer cualquier cosa menos el recuerdo de una mujer.
(oscar sipan)
El mago decidió retirarse definitivamente de la profesión el día que sintió un terrible tirón de cabellos, y acto seguido, comenzó a salir de un enorme sombrero de copa, frente a un auditorio repleto de conejos que aplaudían entusiasmados.
El mago ante el asombro de todos, sí pudo tragarse la enorme espada, pero fue lo último que hizo
(ruben martinez-santana)
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